Si
repasara las ocasiones en las que juré aversión
eterna al hecho de hablar en público, me
quedaría asombrado por mi propia insistencia
sobre dicho extremo. La sola idea de comparecer
ante una audiencia superior a la que pudiese contar
con los dedos de ambas manos -y siempre a condición
de que me sobrase alguno de ellos- me infundía
un pánico irracional. Por otro lado, pensaba
que mi carácter solitario nunca me depararía
un compromiso semejante; los ermitaños, aunque
sean urbanos, incluyen dentro de sus privaciones
la ausencia de contacto social. Pero el destino
esconde muchas sorpresas que sólo desvela
en el momento preciso -nunca conocido de antemano
por nosotros-. Y así, héme aquí,
dirigiéndome a una multitud silenciosa que
escucha mis palabras con educada compostura. Nadie
abandona su sitio ni me interrumpe con bisbiseos,
risitas, toses, ronquidos o llamadas telefónicas.
Me prestan su atención con absoluta entrega
y permanecen de ese modo hasta el final; no el final
de mi discurso sino el suyo, si bien algunos días
ambos coinciden fortuitamente. Preferiría
que mi auditorio no corriera esa suerte, pero todos
conocemos la fugacidad de las pompas creadas por
el lavavajillas en el fregadero. |