Todo había ido sucumbiendo a su alrededor; la tienda de ultramarinos, la droguería, el mercado con los tenderos que fiaban, el bar de la esquina que sólo visitaba de tarde en tarde y que los domingos a la hora del aperitivo se llenaba, el vetusto bloque de vecinos ahora con más propietarios que inquilinos. Doña Teresa, Juanito, Maruchi, "la cómica" (mote despectivo de la vecina del quinto que al casarse abandonó muy a su pesar las tablas), su padre —el primero de sus progenitores en ser derrotado por la vida— , su madre, no mucho después, incluso él, con sus ilusiones desgastadas, marchitas, viéndose a sí mismo en una infancia triste, presenciando en su imaginación el deambular de un niño que presagiaba una madurez solitaria porque vivía a disgusto en un mundo que no sentía como suyo; su perro, "Chico", y antes sus canarios, hámsters, periquitos y también "Mikito", su cariñoso gato negro que murió en mitad del pasillo sumiéndole en esa tristeza infinita que sólo puede brotar del lugar más cálido de las almas nobles, compañeros todos de un viaje a ritmo del tic-tac de un reloj que jamás cambió de sitio pese a empujarles sin vuelta atrás hacia la puerta de salida. El tiempo, en su transcurrir, le había dejado sólo recuerdos tristes y muebles viejos que lloraban tragedias en habitaciones cuyos fantasmas se paseaban ante su vista repitiendo una y otra vez los mismos gestos y las mismas palabras que él atesoraba tratando de no olvidar. Aquella casa de renta antigua donde se consumió una buena parte de su vida al margen del mundo y que ahora, reclamada por los herederos de baja alcurnia y escaso linaje de los que fueron sus verdaderos dueños, tan extintos estos últimos como sus propios espectros, debía abandonar. Se asomó al patio, rezó una oración y, a sabiendas de que nadie lo lloraría, abrió una de las dos ventanas del pasillo y se tiró cuatro pisos al vacío llevándose consigo sus recuerdos.