Si me atengo a la idea preconcebida que acerca de mí albergan los asistentes a la reunión familiar celebrada tras esta puerta, confieso que debo darles la razón. Yo, el pariente pobre, el inútil sin encaje en ningún oficio, voy a excusarme de mi precariedad supuestamente voluntaria mediante un nuevo papel; con otro papelucho, como tal vez me diga alguien y como sin duda pensarán todos o casi todos. Ciertamente los tengo acostumbrados. Unas veces llevo el boceto de una novela detectivesca; otras, el esquema de un negocio doméstico muy interesante; y hasta algún certificado médico que demuestra mi candidatura a pensionista en virtud de una dolencia que ellos tildan de mucho más irreal que auténtica. En fin, una vez más volverán a acertar con su sospecha. Voy a traspasar esa puerta y me uniré a la tertulia con otro papel en el bolsillo. Y éste sí que es un papelucho, al menos en lo que a tamaño se refiere. Después de todo, un billete de lotería tiene unas dimensiones muy exiguas por más que, como es el caso, haya obtenido un multimillonario primer premio.