Eleuterio
y Silvia están convencidos de su compatibilidad
amorosa, tanto que han decidido cesar temporalmente
sus arrumacos para acceder a la atracción
más llamativa de las ferias: el Espejo de
las Afinidades. El taquillero les explica lo que
ya han leído en el vistoso cartel de reclamo:
dentro de ese cubículo parecido a un probador,
las parejas se miran en el espejo de cuerpo entero
que ocupa una de las paredes; y al cabo de unos
momentos, desde las entrañas de ese azogue
embrujado por sabe Dios qué sortilegio, surgen
las figuras de las personas reflejadas, pero vestidas
con las indumentarias que mejor simbolizan su futuro
grado de empatía. En ocasiones el proceso
es un poco lento, como ahora les ocurre a ellos,
que salen del habitáculo con divertida impaciencia.
A fin de cuentas no necesitan el refrendo de ningún
embrujo para cerciorarse de su perfecta sintonía
personal; y marchan con despreocupación jocosa
hacia una barraca de tiro, mientras en el vidrio
mágico que nadie mira en esos instantes se
concreta una figura femenina ataviada con un traje
astronáutico y otra, presumiblemente masculina,
oculta en una aparatosa armadura medieval. |