Para
la inspectora Hernández, tras el caso de
El Escarmentador sólo se escondía
una broma pesada. El autor de las llamadas telefónicas
aseguraba durante las mismas estar preparado para
castigar la, según él, perversa tendencia
a la retórica hueca que practicaba la sociedad,
una maniobra destinada a encubrir la hipocresía
general. Se jactaba además de una supuesta
capacidad tecnológica que iba a garantizar
el éxito de su misión; pero como no
quería causar daños graves se limitaría
a fabricar, en sus propias palabras, un dispositivo
cazatópicos, un aparatito ultrasensible que,
al captar determinadas secuencias de palabras, liberaría
una pestilencia insoportable y duradera. El sujeto
escondido tras aquel mote se había tomado
la molestia de manifestar sus intenciones a diversos
organismos oficiales y medios de comunicación,
siempre a través del anonimato telefónico.
Hernández encontraba absurdo que se hubiera
dado tanto bombo a aquella patraña, y con
esa idea entró en el ascensor, ocupado ya
por un vecino.
-Parece que se está nublando, ¿eh?
-comentó el hombre-. Igual para la tarde
llue...
Una tufarada nauseabunda paralizó la incipiente
charla. |