No comprendía qué hacía ese coche aparcado junto a la puerta de la vivienda, ni cuándo había llegado. No tenía ningún sentido recorrer un camino de tierra de más de tres kilómetros que sólo conducía a una casa de campo, dejar el coche aparcado frente a ella y desaparecer. No era lógico. Aunque tampoco parecía tratarse de una broma. Tal vez fuera un aviso, una amenaza velada, una señal incierta, un mal presagio. En cualquier caso, qué inquietante resultaba ver el automóvil estacionado siempre en el mismo sitio. ¿Siempre? Las preguntas comenzaron a darse cita en su mente una tras otra, hasta que de pronto se encontró preguntándose a sí mismo qué hacía en aquella casa y quién era su dueño. ¡Dios mío, se encontraba sentado en una silla de ruedas junto a la ventana! ¿Habría tenido un accidente o era paralítico desde siempre? ¿Qué era todo aquello? Una oscuridad sin tiempo veló de repente su consciencia y todo volvió a ser como antes: sin angustias, sin miedos, sin preguntas. Sin coches aparcados a la puerta.